Por Gregorio A. Caro Figueroa |
La experiencia de dos siglos de historia de América latina
demuestra que la independencia y la libertad de un país “es compatible con la
más grande tiranía, y pueden coexistir en el mismo país”. “La libertad de la Patria es la independencia
de todo país extranjero. La libertad del hombre es la independencia del
individuo respecto de su país propio”, explicó Alberdi.
Al enfatizar en la independencia, en los episodios bélicos y
en los liderazgos militares o personalistas, el tema de la libertad fue
quedando relegado y está tendiendo a desaparecer de la liturgia y la retórica
de las conmemoraciones patrióticas.
De este modo se finge ignorar que, en buena medida, a partir
de 1810 los principios liberales fueron “la ideología legitimadora de los
emergentes estados nacionales”, además de centro de un intenso debate
intelectual. Después de la emancipación, a lo largo del siglo XIX, predominaron
las ideas liberales.
Ideas que deben situarse en su contexto para comprender sus
limitaciones y recortes. Ese “inestimable don de la libertad” al que se refirió
Mariano Moreno en diciembre de 1810 en la “Gazeta de Buenos Aires”, excluía la
publicación de opiniones contrarias a la religión y las críticas al gobierno.
Setenta años después, Alberdi reconocerá en aquellos hombres
de 1810 la condición de “campeones de la libertad de América”. De libertad de
las patrias americanas respecto de España, pero no de la libertad individual y
de los límites al poder del Estado, “porque no comprendieron ni conocieron la
libertad en ese sentido, que es su sentido más preciso”.
Claro que la independencia era condición necesaria para
conquistar la libertad, no sólo de los nuevos países sino para abrir el camino
a la libertad de sus hombres y mujeres. Para el historiador boliviano José Luis
Roca, en 1810, la libertad como concepto “era más peligrosa que el concepto de
independencia”.
Quienes separaron la independencia de la libertad
introdujeron la antigua idea de una patria construida sobre la negación de la
libertad individual. La patria debía ser libre a expensas de la libertad de las
personas que habitaban su suelo. La grandeza nacional debía resultar de la
sumisión personal.
Según ese criterio, la independencia y la libertad eran
bienes exclusivos de la patria, cuyo nombre los acaparaban regímenes
despóticos, y no sus hombres y sus mujeres despojados de sus derechos. Se
pensaba que los países grandes debían hacerse sobre las espaldas curvadas de
hombres sometidos a la omnipotencia del Estado.
No se podrá adjudicar a Alberdi la concepción simplista de
un liberalismo individualista y negador del papel del Estado. En 1880 dijo en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos
Aires: “a ningún liberal le ocurriría entre nosotros dudar de que el derecho
del individuo debe inclinarse y ceder ante el derecho del Estado, en ciertos
casos” y con ciertos límites.
En nuestro país, desde hace décadas, el concepto y la
práctica de la libertad han sido igualmente arrinconados y lapidados por la
demonización del “liberalismo” a cargo de autoritarios de derecha y también de
izquierda.
Los ataques al liberalismo recrudecieron en la década de los
’60 y de los ’70 de la mano de dictaduras militares y de grupos armados. A esa
escalada se añadió ahora el uso y abuso del prefijo “neo” que carga de sentido
peyorativo no sólo al liberalismo sino también a la libertad.
Hoy el término “neoliberal” es un arma arrojadiza de probada
eficacia para clausurar controversias, descalificar opiniones y etiquetar con
criterio de prontuario cualquier ejercicio de la duda y de la crítica. Junto
con el agua sucia del “neoliberalismo” se arroja al liberalismo como a la
bañera y al niño.
Este matasellos se aplica no sólo a la política económica
neoconservadora y neopopulista de algunos países durante la década de los ’90
del siglo XX: es un escapulario infamante que se cuelga al cuello de quienes se
atreven apartarse de la corrección política y también de los lugares comunes
intelectuales.
Este manejo de las palabras no parece inocente: se usa como
pala mecánica para arrancar la idea de libertad hasta a las raíces, dejando la
tierra abonada para futuros experimentos autoritarios.
Quizás sin saberlo, quienes expresan de modo explícito un
desapego por la libertad están repitiendo la respuesta que Lenin, en 1921, dio
a la pregunta del socialista español Fernando de los Ríos referida a cómo y
cuándo se establecería en la
Unión Soviética la plena libertad sindical.
Sin vacilar, Lenin respondió: “Nosotros nunca hemos hablado
de libertad sino de dictadura del proletariado”. Añadiendo: “El problema para
nosotros no es de libertad, pues respecto a ésta siempre preguntamos:
¿libertad? ¿para qué?” De este modo, la libertad no es un bien, es algo más que
superfluo: es un obstáculo a remover.
Si en la
Argentina , para descalificar, se usa el término “liberal”
como sinónimo de “derechista” y “reaccionario”, en países europeos
“liberalismo” y “derecha” son sinónimos que la derecha política monopoliza y
ostenta con orgullo, mientras que en los Estados Unidos lo “liberal” equivale a
izquierda democrática.
Esta deliberada confusión de conceptos y este desapego por
la libertad no es nuevo y tampoco exclusivamente nuestro. Advierte Joaquín
Varela Suanzes-Carpegna, catedrático y autor de un texto sobre el asturiano
liberal Álvaro Flórez Estrada (1766-1853), que en España hubo liberales de
izquierda durante el trienio 1820-1823.
“Para los liberales de izquierda, el liberalismo no era sólo
una ideología económica y política, partidaria de la libre empresa y del Estado
de derecho, sino también una actitud ética a favor de la emancipación del
individuo de cualquier tipo de esclavitud”, señala Varela Suanzes-Carpegna.
“Esta perspectiva les llevó a defender un liberalismo
democrático y social, bien distinto del liberalismo conservador, hegemónico
entre nosotros, pero sin confundirse con la socialdemocracia”, añade.
¿Acaso América latina no es suelo apto para el crecimiento
de esa especie exótica, que algunos ven en la democracia? ¿Nuestras sociedades
son incompatibles con las ideas y el ejercicio de la libertad, como planteó en
1919 Laureano Vallenilla Lanz en su libro “Cesarismo democrático”?
En libro publicado en 1996, David Bushnell dice que llegó la
hora de que los historiadores, a partir de “un repaso de la literatura sobre el
liberalismo en sus diferentes facetas: como ideología, acción política y
doctrina económica, sometan a una nueva evaluación el tema del liberalismo en
América latina".
Esa tarea deberá ser parte de una reflexión exigente,
rigurosa y crítica en torno a un tema rico y complejo sobre el que estuvo
creciendo una tupida maleza de ignorancia, malos entendidos, prejuicios,
simplificaciones y dogmatismos. La historia de América latina no parece ser “la
historia de la libertad” sino la de su negación.
No se trata de insinuar que esa indagación se dispare como
reacción a las visiones antiliberales equipadas con parecido instrumental a las
de éstas, y tampoco que se postulen como visiones sustitutas de las actuales
versiones del pasado legitimadoras del poder. No se trata de entronizar
simplismos de signo contrario sino recuperar el rigor, el sentido crítico y la
libertad.
¿Habrá que sentir vergüenza y miedo por defender la
libertad, la idea de libertad, la búsqueda de la verdad, la sensatez, la
moderación, la probidad intelectual y el ejercicio de la libertad? En 1947,
Georges Bernanos en su libro “La libertad, ¿para qué”, escribió: “La peor amenaza
para la libertad no es que nos la dejemos tomar –pues el que se la ha dejado
robar siempre puede reconquistarla- sino que se desaprenda a amarla o que ya no
se la comprenda”.
Este texto se publicó como editorial del
reciente número de junio de la revista "Todo es Historia".
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