Por Roberto García |
Hay quienes imaginan este fenómeno como un asalto al poder
merced a la gracia de una Presidenta que le otorga a su hijo, el presunto numen
de la agrupación, la facilidad de colocar funcionarios con o sin antecedentes
que hoy ganan experiencia en la gestión, auditan, patrullan y vigilan a sus
jefes con la intención de reemplazarlos más temprano que tarde. Una guerra del
cerdo, según Bioy Casares. Ideologías aparte, semeja esta influencia y
organización a la
Nomenklatura que imperó en el régimen de la URSS o la más facciosa depuración
que imaginó la revolución cultural china. Curiosamente, la posible coincidencia
con el proletariado internacional se desvanece con otro dato: el sistema de
fidelidad no responde radial ni prioritariamente al Estado, más bien reconoce
lealtad a una sola persona, como si fuera una derivación monárquica o feudal.
Abundan los ejemplos y en categorías diversas de esta
creciente influencia: en la
Cancillería proliferan las purgas (algunas con justificativos
administrativos), De Vido es asediado y recortado, Alak hasta perdió dominio de
su ministerio, Lorenzino parece un muñeco de pañolenci, la Garré debió entregar parte
de su cartera (aunque en este caso, no exactamente a La Cámpora ), el debilitado
Fábregas del Nación soporta la introducción de nuevos directores casi en su
primer trabajo, en Enarsa se sacude la mampostería hasta con denuncias de
negociados, en la AFIP
empiezan a vislumbrarse hendijas. Son, apenas, muestras de un rosario. Se sabe
quiénes acompañan la conducción de Máximo Kirchner, poco de la tarea específica
del estado mayor: a uno de los cuatro secundarios que regentean La Cámpora , Wado de Pedro, le
corresponde la ocupación progresiva de los resortes del Estado, elección de
nombres, candidatos y funciones. Una suerte de gerente de personal mientras el
legislador a disgusto Andrés Larroque se dedica a la conectividad territorial
del grupo y con otro tipo de responsabilidades funciona la también diputada
Mayra Mendoza, ex pareja de José Ottavis y último del cuarteto que descendió a
los infiernos en el organigrama y nadie sabe, aún, si será rescatado del fuego
purificador oficialista. A este legislador bonaerense, ducho más que los otros
en los resabios de la vieja política, lo incineró en apariencia el episodio de
las presuntas coimas en la
Legislatura y las denuncias de venalidad vertidas por su
primera esposa, con quien mantuvo una reyerta judicial para quedarse con la
tenencia de su hijo. Sin embargo, su caída política hoy parece obedecer a otras
razones.
Es que Cristina distribuye las subas y bajas en su equipo,
pondera poco, desgasta mucho, pero hasta ahora –como su ex marido en el pasado–
no ejecuta retiradas ni permite deserciones (y si éstas se insinúan con
timidez, como en el caso de Tomada, Lorenzino, De Vido y otros, Ella ni las contempla,
por decirlo de un modo educado). Como si fuera indecoroso cambiar de elenco o
estuviera prohibido hacerlo, aun atravesando la mandataria situaciones de
manifiesta contradicción. Como la de recibir y dialogar de la Bolsa con Adelmo Gabbi, a
quien no le reserva simpatía, luego de que habilitara a su vice Amado Boudou
para que en su momento lo denunciara penalmente por extorsionador. Más sorprendente, en todo caso, es la
velocidad sin traumas que pasa la
Presidenta de aceptar el asesoramiento in totum de un ex
docente del CEMA, casi un hijo de Chicago como Boudou, para saltar sin
transición a otro profesor, esta vez de la universidad pública y retratado como
de izquierda, Axel Kicillof, el mismo que impávidamente compara la nefasta
burbuja inmobiliaria de los Estados Unidos con el globito de chicle –por
cantidad y volumen de los créditos para vivienda– que impulsó Mauricio Macri
para no perder la tutela del Banco Municipal. También adalid, con Guillermo
Moreno, de apresurar partos y provocar crisis prematuras como la absurda que
hoy vive la Argentina.
Por omisión o atrevimiento, construye Cristina su propio
Estado dentro del Estado, a través del sello de La Cámpora. Como si ese
núcleo, luego, fuera a heredarla. Un proyecto, tal vez, al que requiere ahora
de nuevas destrucciones individuales, como la de Roberto Baratta, el maestrico
o profesor antes preferido y al que se le endilgan todas las responsabilidades
por el fracaso energético, como si Baratta hubiera sido un ideólogo y no un
instrumento, como si no hubiera respondido siempre a las instrucciones de
Néstor Kirchner. Simplismo colegial, o acaso alguien va a creer que la debacle
de YPF o la quiebra de Edenor son estupideces de Baratta. No es este
funcionario el único a lijar todos los días, junto a De Vido, al que debieron
embarcarlo de urgencia a EE.UU. junto a Cristina para que no se suicide frente
al psicólogo por el público desprecio presidencial de los últimos días
(finalmente, alguna piedad merece la esposa de Julio, una amiga querida por la
señora). Al ministro hasta lo suplantan en los diálogos con el sindicalismo, si
es cierto que Facundo Moyano viajó a Santa Cruz en nombre del padre para verlo
a Máximo cuando éste estaba delicado por la rodilla y horas antes de que lo
derivaran repentinamente a Buenos Aires. Para que las partes, los dos hijos más
tropicales de ambos matrimonios, acordaran una moderación en los actos de las
familias, quizás –por ejemplo– la no realización de una huelga general con la
que insiste Luis Barrionuevo frente a Hugo Moyano, idea que al sindicalista
camionero –aun para preservar la unidad de la CGT – no le atrae en absoluto. Pero tal vez esta
reunión no se produjo, como tampoco el encuentro entre Daniel Scioli y Eduardo
Duhalde, en la que no conversaron sobre la eventualidad de promover un partido
como Unión Popular para el caso de que la arremetida cristinista lo desaloje al
gobernador hasta del propio peronismo.
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