Por Hernán Casciari
Escribí esto hace dos o tres meses. Pero bien podía haberlo
escrito el sábado a la noche, después del cuatro a tres contra Brasil. Esta
reflexión apareció en las páginas 128 y 129 de la revista Orsai número seis y,
desde que se publicó, me moría de ganas de ponerla en el blog, de contrabando.
Solamente esperaba el momento oportuno para que cada palabra tuviera, otra vez,
el apoyo de lo inmediato. Y hoy es buen momento. Me reafirmo, entonces, en la
teoría del hombre perro.
El texto empezaba
así:
La respuesta rápida es por mi hija, por mi esposa, porque
tengo una familia catalana. Pero si me preguntan en serio por qué sigo acá, en
Barcelona, en estas épocas horribles y aburridas, es porque estoy a cuarenta
minutos en tren del mejor fútbol de la historia.
Quiero decir: si mi esposa y mi hija decidieran irse a vivir
a Argentina ahora mismo, yo me divorciaría y me quedaría acá por lo menos hasta
la final de la Champions.
Y es que nunca se vio algo parecido adentro de una cancha de
fútbol, en ninguna época, y es muy posible que no ocurra más.
Es verdad, estoy escribiendo en caliente. Redacto esto la
misma semana en que Messi hizo tres para Argentina, cinco para el Barça en
Champions y dos para el Barça en Liga. Diez goles en tres partidos de tres
competiciones diferentes.
La prensa catalana no habla de otra cosa. Durante un rato,
la crisis económica no es el tema de inicio en los noticieros. Internet
explota. Y en medio de todo esto a mí me acaba de pasar por la cabeza una
teoría extraña, muy difícil de explicar. Justamente por eso intentaré
escribirla, a ver si termino de darle vuelo.
Todo empezó esta mañana: estoy mirando sin parar goles de
Messi en Youtube, lo hago con culpa porque estoy en mitad del cierre de la
revista número seis. No debería estar haciendo esto.
De casualidad hago clic en una compilación de fragmentos que
no había visto antes. Pienso que es un video más de miles, pero enseguida veo
que no. No son goles de Messi, ni sus mejores jugadas, ni sus asistencias. Es
un compilado extraño: el video muestra cientos de imágenes -de dos a tres
segundos cada una- en las que Messi recibe faltas muy fuertes y no se cae.
No se tira ni se queja. No busca con astucia el tiro libre
directo ni el penal. En cada fotograma, él sigue con los ojos en la pelota
mientras encuentra equilibrio. Hace esfuerzos inhumanos para que aquello que le
hicieron no sea falta, ni sea tampoco amarilla para el defensor contrario.
Son muchísimos pedacitos de patadas feroces, de
obstrucciones, de pisotones y trampas, de zancadillas y agarrones traicioneros;
nunca las había visto a todas juntas. Él va con la pelota y recibe un guadañazo
en la tibia, pero sigue. Le pegan en los talones: trastabilla y sigue. Lo
agarran de la camiseta: se revuelve, zafa, y sigue.
Me quedé, de repente, atónito, porque algo me resultaba
familiar en esas imágenes. Puse cada fragmento en cámara lenta y entendí que
los ojos de Messi están siempre concentrados en la pelota, pero no en el fútbol
ni en el contexto.
El fútbol actual tiene una reglamentación muy clara por la
que, muchas veces, caer al suelo es asegurar un penal, o conseguir que se
amoneste al zaguero contrario es propicio para futuros contragolpes. En estos
fragmentos, Messi parece no entender nada sobre el fútbol ni sobre la oportunidad.
Se lo ve como en trance, hipnotizado; solamente desea la
pelota dentro del arco contrario, no le importa el deporte ni el resultado ni
la legislación. Hay que mirarle bien los ojos para comprender esto: los pone
estrábicos, como si le costara leer un subtítulo; enfoca el balón y no lo
pierde de vista ni aunque lo apuñalen.
¿Dónde había visto yo esa mirada antes? ¿En quién? Me
resultaba conocido ese gesto de introspección desmedida. Dejé el video en
pausa. Hice zoom en sus ojos. Y entonces lo recordé: eran los ojos de Totín
cuando perdía la razón por la esponja.
* * *
Yo tenía un perro en la infancia que se llamaba Totín. Nada
lo conmovía. No era un perro inteligente. Entraban ladrones y él los miraba
llevarse el televisor. Sonaba el timbre y no parecía oírlo. Yo vomitaba y él no
venía a lamer.
Sin embargo, cuando alguien (mi madre, mi hermana, yo mismo)
agarraba una esponja -una determinada esponja amarilla de lavar los platos-
Totín enloquecía. Quería esa esponja más que nada en el mundo, moría por
llevarse ese rectángulo amarillo a la cucha. Yo se la mostraba en mi mano derecha
y él la enfocaba. Yo la movía de un lado a otro y él nunca dejaba de mirarla.
No podía dejar de mirarla.
No importaba a qué velocidad moviera yo la esponja: el
cogote de Totín se trasladaba idéntico por el aire. Sus ojos se volvían
japoneses, atentos, intelectuales. Como los ojos de Messi, que dejan de ser los
de un preadolescente atolondrado y, por una fracción de segundo, se convierten
en la mirada escrutadora de Sherlock Holmes.
Descubrí esta tarde, mirando ese video, que Messi es un
perro. O un hombre perro. Esa es mi teoría, lamento que hayan llegado hasta acá
con mejores expectativas. Messi es el primer perro que juega al fútbol.
Tiene mucho sentido que no comprenda las reglas. Los perros
no fingen zancadillas cuando ven venir un Citroën, no se quejan con el árbitro
cuando se les escapa un gato por la medianera, no buscan que le saquen doble
amarilla al sodero. En los inicios del fútbol los humanos también eran así.
Iban detrás de la pelota y nada más: no existían las tarjetas de colores, ni la
posición adelantada, ni la suspensión después de cinco amarillas, ni los goles
de visitante valían doble. Antes se jugaba como juegan Messi y Totín. Después
el fútbol se volvió muy raro.
Ahora mismo, en este tiempo, a todo el mundo parece
interesarle más la burocracia del deporte, sus leyes. Después de un partido
importante, se habla una semana entera de legislación.
¿Se hizo amonestar Juan exprofeso para saltarse el siguiente
partido y jugar el clásico? ¿Fingió realmente Pedro la falta dentro del área?
¿Dejarán jugar a Pancho acogiéndose a la cláusula 208 que indica que Ernesto
está jugando el Sub-17? ¿El técnico local mandó a regar demasiado el césped
para que los visitantes patinen y se rompan el cráneo? ¿Desaparecieron los
recogepelotas cuando el partido se puso dos a uno, y volvieron a aparecer
cuando se puso dos a dos? ¿Apelará el club la doble amarilla de Paco en el
Tribunal Deportivo?
¿Descontó correctamente el árbitro los minutos que perdió
Ricardo por protestar la sanción que recibió Ignacio a causa de la pérdida de
tiempo de Luis al hacer el lateral?
No señor. Los perros no escuchan la radio, no leen la prensa
deportiva, no entienden si un partido es amistoso e intrascendente o una final
de copa. Los perros quieren llevarse siempre la esponja a la cucha, aunque
estén muertos de sueño o los estén matando las garrapatas.
Messi es un perro. Bate records de otras épocas porque solo
hasta los años cincuenta jugaron al fútbol los hombres perro. Después la FIFA nos invitó a todos a
hablar de leyes y de artículos, y nos olvidamos que lo importante era la
esponja.
Y entonces un día aparece un chico enfermo. Como en su día
un mono enfermo se mantuvo erguido y empezó la historia del hombre. Esta vez ha
sido un chico rosarino con capacidades diferentes. Inhabilitado para decir dos
frases seguidas, visiblemente antisocial, incapaz de casi todo lo relacionado
con la picaresca humana. Pero con un talento asombroso para mantener en su
poder algo redondo e inflado y llevarlo hasta un tejido de red al final de una
llanura verde.
Si lo dejaran, no haría otra cosa. Llevar esa esfera blanca
a los tres palos todo el tiempo, como Sísifo. Una y otra vez. Guardiola dijo,
después de los cinco goles en un solo partido:
-El día que él quiera hará seis.
No fue un elogio, fue la expresión objetiva del síntoma.
Lionel Messi es un enfermo. Es una enfermedad rara que me emociona, porque yo
amaba a Totín y ahora él es el último hombre perro. Y es por constatar en
detalle esa enfermedad, por verla evolucionar cada sábado, que sigo en
Barcelona aunque prefiera vivir en otra parte.
Cada vez que subo las escaleras internas del Camp Nou y de
pronto veo el fulgor del pasto iluminado, en ese momento que siempre nos
recuerda a la infancia, digo lo mismo para mis adentros: hay que tener mucha
suerte, Jorge, para que te guste mucho un deporte y te toque ser contemporáneo
de su mejor versión, y, trascartón, que la cancha te quede tan cerca.
Disfruto esta doble fortuna. La atesoro, tengo nostalgia del
presente cada vez que juega Messi. Soy hincha fanático de este lugar en el
mundo y de este tiempo histórico. Porque, me parece a mí, en el Juicio Final
estaremos todos los humanos que han sido y seremos, y se formará un corro para
hablar de fútbol, y uno dirá: yo estudié en Amsterdam en el 73, otro dirá: yo
era arquitecto en São Paulo en el 62, y otro: yo ya era adolescente en Nápoles
en el 87, y mi padre dirá: yo viajé a Montevideo en el 67, y uno más atrás: yo
escuché el silencio del Maracaná en el 50.
Todos contarán sus batallas con orgullo hasta altas horas. Y
cuando ya no quede nadie por hablar, me pondré de pie y diré despacio: yo vivía
en Barcelona en los tiempos del hombre perro. Y no volará una mosca. Se hará
silencio. Todos los demás bajarán la cabeza. Y aparecerá Dios, vestido de
Juicio Final, y señalándome dirá: tú, el gordito, estás salvado. Todos los
demás, a las duchas.
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