Manuel Belgrano |
A las siete de la mañana del 20 de junio de 1829 murió tras
sufrir un cáncer de hígado el abogado Manuel Belgrano a quien la vida
revolucionaria lo transformó en General del Ejército y la política lo elevó al
rango de luchador de la libertad con ideales muy concretos. La muerte de Belgrano no ocurrió en un día común y corriente.
Ese 20 de junio Buenos Aires vivió una de las jornadas más oscuras de la
historia argentina con la sombra de la anarquía sobre su cielo y el rumor de
una guerra civil inminente.
Fue le día de los tres gobernadores, una crisis solo
semejante a los días aciagos de 2001 y la semana de los cinco presidentes, con
vacío de poder y lucha entre los sectores más enfrentados de la vida política
nacional.
El interior, olvidado y postergado, identificado en los
caudillos como el supremo entrerriano Francisco Ramírez y el santafesino
Estanislao López habían puesto ese año de rodillas a la orgullosa sociedad
porteña que con su política proteccionista y centralista abandonaba a su suerte
al resto del país. Una historia de 188 años.
Tras la batalla de Cepeda y las consecuencias directas del
Tratado de Pilar, la historia iniciada el 25 de mayo de 1810 y con el Congreso
de Tucumán se cerraba definitivamente dando lugar a una nueva etapa de la
historia nacional.
Mientras Belgrano moría, pobre, sin dinero para pagarle a su
médico personal, por las deudas que el Estado tenía con sus sueldos atrasados
como militar, en Buenos Aires renunciaba el gobernador Manuel Sarratea, un
hombre defendido por los caudillos y era elegido por la Junta de Representantes
Idelfonso Ramos Mejía quien por la presión, duró horas en el cargo y le entregó
el mismo al Cabildo que se convirtió en “Cabildo Gobernante”.
La noche del 20 de junio se había cerrado y nadie se enteró
de la muerte del vencedor de las batallas de Tucumán (1812) y Salta (1813), del
impulsor del Éxodo Jujeños para escapar de los realistas y del severo y justo
líder del diezmado Ejército del Norte.
Tampoco el pueblo que había sido testigo de la impronta
libertaria y filosa en el discursos de Belgrano en los días de mayo de 1810 y
del creador de la Enseña
Patria , se enteró que falleció en la casa de su padre, a los
50 años y que fue velado y enterrado en la Iglesia de Santo Domingo con apenas diez amigos y
pocos familiares cerca.
Para su lápida se uso el mármol de uno de los muebles de su
casa y sin dinero para el féretro, el ataúd de pino fue donado por un amigo que
quiso mantenerse en el anonimato.
Nadie se percató de su desaparición hasta un año después,
cuando el nuevo gobierno de Martín Rodríguez, un hombre del riñón de Juan
Manuel de Rosas puso cierto orden a la conflictiva provincia de Buenos Aires,
decidió rendir un homenaje póstumo al hombre de derecho que nació en 1770 y
estudió en la exclusiva Universidad de Salamanca.
Allí llevaron su féretro hasta la catedral Metropolitana, se
escucharon desde el fuerte salvas de cañonazos en su memoria y se rezó un
responso. Entre los organizadores estaba Bernardino Rivadavia, un típico
político argentino que sobrevivía a las crisis y cambios de gobierno mutándose.
Nunca recibió la deuda de miles de pesos que el Estado le
debía y él legó para la construcción de escuelas. Recién fue reconocido a fines
del siglo XIX cuando su nombre dejó de ser “mala palabra” tras la historia
épica escrita por Bartolomé Mitre que lo dejó en el bronce.
Sin embargo, él fue de carne y hueso, apasionado, sutil e
idealista, amante de mujeres y de una férrea decisión revolucionaria. Fue un
hombre íntegro que desde 1938 es homenajeado oficialmente cuando se dictaminó
(por el gobierno de Roberto Ortiz), el día de su muerte como el Día de la Bandera.
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