Por Tomás Abraham (*) |
Hoy en día, aseguran los mismos analistas, la sociedad
argentina ha perdido ese miedo gracias a la política de derechos humanos
inaugurada por Néstor Kirchner. Se sostiene que los juicios por crímenes de
lesa humanidad nos han liberado de aquel terror y podemos pensar con libertad.
De ahí que el interés por la política y el compromiso de la
juventud derivarían de esta liberación de miedos inveterados al fin eliminados.
Desde mi punto de vista, esta creencia es falsa. La sociedad argentina le tenía
miedo a la violencia y no sólo al terrorismo de Estado. La situación política
de nuestro país durante los años ‘70 era incontrolable. La salida militar fue
un alivio para millones de argentinos que esperaban el fin de la escalada de
muertes. Es una triste verdad, pero más triste era la realidad que distaba de
ser maravillosa, como luego se la tildó con oportunismo y frivolidad.
La posibilidad de que las Fuerzas Armadas no tuvieran más
recursos para llevar a cabo nuevos golpes de Estado se la debemos al ex
presidente Carlos Menem, que al dividir al Ejército frustró el intento de
apropiarse del poder que en nombre de la dignidad nacional y de la voluntad
popular perpetró Mohamed Alí Seineldín en diciembre de 1990.
Hoy la sociedad argentina ya no tiene aquel miedo. Los tiene
nuevos. Nuestra historia reciente es la de la democracia que se inicia en
diciembre de 1983. Estos 28 años constituyen el nuevo fondo de la memoria
colectiva.
Dos recuerdos amenazantes guían de un modo subliminal
nuestra conducta personal, nuestras elecciones políticas y nuestra visión del
futuro. Uno es el de la hiperinflación de los años 1988-90. El otro es el
corralito de 2001. Hiperinflación y corralito son los dos peligros que todos
los argentinos quieren evitar. Estos recuerdos tienen mucho más peso que la comodidad
del mentado voto cuota. Se trata de supervivencia. Esos dos acontecimientos
provocaron la miseria de millones de argentinos. Provenimos como sociedad de
aquellas catástrofes, y no tenemos garantía de que jamás vuelvan a suceder.
Aquella debacle ocurrió durante gobiernos que se reclamaban
de la democracia republicana y de la ética pública. Al identificar la crisis
terminal con ese tipo de prédica política, la ciudadanía no sólo desconfía de
representantes políticos de aquellas alianzas sino de una retórica que –por más
pura que se autodefina– lleva a la ingobernabilidad y la impotencia ya
conocidas.
El sistema de miedos ha cambiado, y un estado de prepánico
–definido por el filósofo alemán Peter Sloterdijk como el que se vive entre dos
catástrofes, una conocida y otra temida– entre corralitos e hiperinflaciones
vividas y otras posibles es destilado por la mente colectiva sin heroicidades
ni despreciadas cobardías. Es nuestra historia personal y colectiva y no la
buena voluntad la que finalmente determina el cálculo que hace el ciudadano de
sus posibilidades de vida futura.
El pueblo no siempre tiene razón, pero sabe dónde le aprieta
el zapato.
Por supuesto que puede haber actos de gobierno que conciten
adhesiones, como otros producen rechazos, pero la colectividad nacional en su
mayoría tiene certezas sobre lo que no quiere. Y este no querer no apunta a lo
que ya no puede ser posible. Un nuevo terrorismo de Estado no tiene cabida en
nuestra imaginación ni en los datos que nos da la realidad, que en principio no
es un espejismo. Pero, por el contrario, corralito e hiperinflación no han sido
borrados de nuestra memoria porque los sentimos como virtualidades amenazantes.
Sus signos no se han evaporado, y tienen que ver con el miedo a la licuación de
los salarios, la confiscación de los ahorros, la pérdida de empleos y el cierre
de comercios y fábricas.
Por ahora, esta nueva catástrofe que tememos no es inmediata
ya que, en caso de ser así, la situación no sería de prepánico sino de pánico.
Tampoco atribuimos a personajes del poder actual la eventualidad de que se
desencadene una crisis similar a las mencionadas. Por la compulsa que puede
hacerse de las preferencias de nuestra comunidad, no se tiene miedo de que este
gobierno nos lleve a esa debacle; más bien lo que se teme, por ahora, es que la
oposición sí lo haga.
Néstor Kirchner tuvo la lucidez de tomar medidas que
despejaran este temor, llenando de dólares el Banco Central a la vez que
deprimía su valor. Sobraba la divisa norteamericana y los argentinos, obligados a gastar, se
despreocuparon de su adquisición y atesoramiento. Pero apenas escasea, el temor
renace y se retiran los depósitos en dólares de los bancos, por si acaso.
La inflación, las falsedades del Indec, la corrupción, la
falta de diálogo no hacen mella en el electorado si tenemos la sensación de que
los dos demonios mencionados parecen neutralizados como peligros tangibles;
tampoco virtudes tan apreciadas por el oficialismo como los juicios a
criminales de Estado, la nacionalización de YPF, los derechos de minorías o la
asignación universal por hijo constituirían defensas a favor del Gobierno de
hacer visible su incapacidad para evitar una nueva híper con su corralito a
cuestas.
Estas limitaciones no hacen a nuestra sociedad peor que
ninguna otra, ni más interesada ni más egoísta; sus miedos no son fantasmáticos
sino que se basan en experiencias concretas. Pero es bueno tomar conciencia de
nuestro estado psíquico para desear que en algún momento el ánimo cambie por
una visión más positiva y pujante. De ser así, si llegáramos a pensar con menos
miedo, no necesitaremos en el futuro tanta sobreactuación a cargo de los
personajes que se alternan en el juego de trincheras de la política nacional.
La incesante búsqueda de nuevos enemigos también depende del
stock de cartuchos disponibles. Cartuchos verdes.
Existe un sistema compensatorio que promueve una permanente
agitación política y mediática que intenta ocultar viejas complicidades con
esos dos hechos tan temidos, que se suman a las nuevas complicidades de más
reciente creación.
Por mi parte, más temeroso
aun que el término medio, tampoco descartaría futuros brotes de violencia por
el modo en que anuncian dirimirse los espacios de poder.
Dicen que la
Argentina está de fiesta, no hay contradicción con lo dicho
anteriormente; sin caer en el lugar común del Titanic, se ha verificado que un
estado de prepánico no impide soñar, cantar, o bailar.
(*) Filósofo.
www.tomasabraham.com.ar
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